Sepan vuesas mercedes que no soy de noble cuna, mas, mediante años de trabajos y penas y otros hechos y avatares que a esta historia no merecen, diose la circunstancia de poder adquirir una hacienda en la sierra de Madrid, la cual tenía la ventaja de no precisar para su conocimiento de cabalgadura alguna, pues con diez pasos sobraba. Esta referida hacienda contaba, por más, con una casa pequeña e incómoda cuyas junturas permitías que el agua de lluvia traspasara a la dicha casa, de modo que yo decía que esta era una casa magnífica y la realidad desmentía mis palabras.
Para la compra de esta casa y hacienda precisaba yo de dineros que no tenía, por lo que acudí a la ayuda de prestamistas de la Corte, los cuales mostrábanse afables y sonrientes hasta conocer el estado de mis finanzas, momento en que retirada de la sonrisa e invitación a salir de sus dependencias eran sólo uno. Dificultades sin fin me acompañaron hasta que di con una casa de usura que facilitó los dineros que tanto me transtornaban, y diéronme uestos prestamistas una cantidad de maravedíes de cuya devolución responden no ya sólo mi patrimonio y bienes y los de mis hijos y sus hijos, sino también mi propia vida y hasta mi culo, diría yo.
Como quiera que fuese, me hice con la hacienda a la que mi familia y yo acudíamos los días de holganza, no sin esperar pacientemente en los caminos a que otros moradores de la Corte, que la misma idea habían tenido, accediesen a sus respectivos lugares, de manera que las largas filas de caballeros andantes se deshicieran.
Dotada estaba mi hacienda de un pozo del cual, el primero de los días de mi estancia allí, quise hacer uso; y de esta forma obré. mas al subir el agua y acercarla hasta mi boca viniéronme nauseas y arcadas que al punto estuvieron de dar conmigo en el suelo que tanto me había costado. Aterrado por la perspectiva de haber sido víctima de una cruel maquinación, acudí a los brazos de mi mujer para narrarle cuanto había acontecido, y no sé si encontré el consuelo que anhelaba, por cuanto mi adorada esposa dirigióse a mí en estos términos:
– Tú y tus grandes ideas, cretino.
Un tanto confundido, volví al sitio do manaban mis desgracias y golpeeme la testa repetidas veces contra el brocal de tan infernal pozo, mientras venía a la mía memoria, entremezclado con expresiones injuriosas, el recuerdo del antiguo amo de la hacienda y constructor de la casa, del cual se cuenta que partió a las Américas do vive con gran lujo y esplendor y acompañado de fermosas nativas.
Algo recuperado de semejantes sinsabores, supe do brotaban tan pestilentes fluidos, a los que los villanos del lugar nombraban agua, eran las cloacas de la villa cercana, una de cuyas alcantarillas atravesaba el pozo de mi tan querida hacienda. Y dubitativo andaba cuando diéronme cuenta algunos de estos villanos de la existencia de un noble caballero llamado don Eduardo de Fabian y Mendoza al que acompañaba una fermosa y muy principal dama de todos conocida como doña Edurne, condesa de Grandes, los cuales, según se contaba eran diestros en el arte de reparar los desaguisados que tanta melancolía provocaban en mí.
Envieles, raudo, un billete implorándoles socorro y presto atendieron mis requerimientos, pues cuando el gallo cantaba ya tocaban a mi puerta preguntando por el motivo de mi llamada. Tras presentarnos formalmente, de forma muy azorada púselos en antecedentes, a los que no parecieron prestar gran atención, mas no por desconsideración, sino por tener, como más tarde supe, el onvencimiento, avalado por la experiencia, de que quien solicita el auxilio de otro para reparar algún artefacto o cosa de cuyo funcionamiento lo ignora todo está interiormente convencido de ser el responsable de su desastre o rotura, aunque nunca la hubiera visto y, mucho menos, osado manipularla, por lo que sus explicaciones nunca resultan atinadas ni clarificadoras.
Fueron al pozo, el cual examinaron con detenimiento y, tras cruzar miradas de inteligencia, dijeron al unísono estas sabias palabras:
– ¡Joder que tufo!
Con sonoras carcajadas prorrumpieron don Eduardo y doña Edurne cuando informeles de los maravedíes que había pagado por mi hacienda, al tiempo que, con gesto que a medias denotaba lástimas y a medias sorna, pronunciaba don Eduardo voquibles que jamás olvidaré:
– Te han timado, macho.
Dirigiéronse entre risas hacia su montura, de la que descabalgaron máquinas y herramientas cuya invención los profanos atribuiríamos, por su aspecto, al mismísimo Satanás. Pero el tiempo pasó, y a Dios mi Señor pongo por testigo de que sus andanzas y sus mediciones, sus cuitas y deliberaciones, sus operaciones y manejos dieron el resultado que yo deseaba, de modo y manera que días después el agua que manaba de mi pozo era pura y cristalina y limpia como una patena, si es que las patenas son algo limpio porque nunca he sabido lo que son.
Con no poca pena, pues mucho afecto les había tomado, me despedí de ellos al tiempo que les daba una bolsa de maravedíes en pago de sus servicios.
– Señor – dijo doña Edurne – si algún día volvéis a necesitarnos, llamadnos.
“Su cabalgadura partió y por algún motivo yo miré al fondo del pozo. Levanté la vista y los vi alejarse.“
Don Antonio Latorre